Hace un tiempo tuve la fortuna de trabajar en un centro
ocupacional para personas con discapacidad intelectual y trastornos severos de
conducta. Mi experiencia allí fue enriquecedora en todos los sentidos. Supe de
la gratitud de unas personas cuyo amor incondicional, si, has leído bien,
incondicional, estaba allí, dispuesto a
quien tuviese la valentía de querer tomarlo.
La historia que os voy a relatar a continuación es el pasaje
de una de aquellas vidas que, por imposibles que os pueda parecer, sucedió y de
la que no fui testigo.
Todos allí le apodaban “el pajarico”. Un chico de no más de veinte años, ligero como una pluma, que pasaba todo el día
moviéndose de un lado a otro por la sala, colgándose en cualquier mueble como
un jilguero se cuelga de una rama oportuna. Siempre ataviado con un traje a modo de mono
completo que los auxiliares le colocaban del revés para que no pudiera desabrocharlo, pues, si
tenía la ocasión, se desnudaba en medio de la sala, dejando al aire todos sus
huesos y su poca carne. Enfundado en sus manos, unos guantes para que no arañase ya que tenía la afición de dejar marcado el rostro
de quien se tropezase en su camino...